martes, 24 de febrero de 2009

Joan Manuel y Joaquín

Joan Manuel y Joaquín, mi marido y mi amante
Una tarde de sábado de hace no sé cuánto…

Diecisiete años recién estrenados cuando se me aparece aquel long play de portada colorada donde un tímido muchacho de barba se me metió en la piel “DEDICADO A ANTONIO MACHADO POETA”. En ese momento para mí nacía otro poeta. “Se paró mi reloj” adolescente cuando escuché ese decir, y a partir de ese momento supe que iba a ser mi compañero de toda la vida, que viajaría por sus sueños y que ellos se fundirían con los míos.
Y así fue, Serrat me sigue acompañando, es el hombre de mi vida con quien compartí a los otros amores, los reales, cuando era “el “tiempo de amarse a media voz”. Y después de ese “tiempo de lluvia” vinieron las tormentas que azotan a casi todas las vidas, en ese momento aparece el atorrante, el que saca a la luz los más obscenos deseos, mi amante, el del morbo, la curiosidad por lo desconocido, ése por el que vivís en la cuerda floja, donde sós tan feliz manteniéndote como cayendo al vacío.
Ambos tienen tanto en común, cuando me escapé al “boulevard de los sueños rotos” siempre e inevitablemente regresé a tomar el café que la vida me ofrecía a lado de Juanito para luego volar al “bar de la esquina” donde ese macho de sonrisa lasciva me estaba esperando.
Pero regreso al tiempo de mi primer amor, lo he escuchado hasta el cansancio, he descubierto en temas musicales, cosas nuevas cada vez que mis oídos se deleitaban. Recuerdo un simple “Poco antes de que den las diez” con el que tantas muchachas de mi generación nos identificamos, el volver a casa a horario después de haber saboreado las delicias de los primeros besos y caricias atrevidas, poner cara de nena buena…”la niña duerme en casa y en un reloj darán las diez”.
Cuando casi todos los de mi generación escuchaban a la Nueva Ola, Beatles, música beat y rock progresivo con el cual sólo bailaba y divertía, me encontraba con él en ese espacio de noche oscura y descubría a Machado, genio de genios, un poeta que tal vez no todos hubiéramos llegado a conocer sin el empujoncito del Nano.
“Mi infancia son recuerdos de un patio” de la calle Otamendi, la música a todo volumen, con esa voz grave que me penetraba una y otra vez sin que el goce disminuyera y fui “en el buen sentido de la palabra buena” desdeñando la romanza de cantores vacíos de mi época que me movían los pies pero no el corazón, éste sólo pertenecía a él. Y hoy transcurriendo esta “segunda inocencia que da no creer en nada” lo sigo amando con la misma fuerza, en nuestra pareja unilateral, porque él jamás se enteró de mi amor, no hay desgaste ni tedio y su música me seguirá hasta que las moscas revoloteen sobre mis “párpados yertos”.
Se acercaban los treinta y el mundo se estaba dando vuelta, el compartir “sueño, cama y macarrones” me estaba hartando de manera vertiginosa, ya no era la “Penélope” del “bolso color marrón, estaba advirtiendo temerosamente que en la vida había más, y sentía la necesidad de “sacar de paseo a mis instintos y ventilarlos a sol” y comenzó la etapa de “no dosificar los placeres”. Basta de “esa rutina que te aplasta” afuera la mediocridad, a “derrochar” que se acaba el mundo. “Ay mi amor sin ti no entiendo el despertar”…
Juanito me había acompañado cuando “se me hincharon los pies”, cuando fui “esa muchacha en flor por la que anduvo el amor derramando simiente”, transmití mis frustraciones a mi descendencia, tal como debe hacerse, fui madre, “empapelé el cuarto de azul” y me pregunté – ¿esto es todo?- respondiendo tal mi característica que las estructuras mediditas no eran para mí, que amar también era desangrarse, que unos ojos negros pueden hacerte olvidar las reglas y que violándolas te sentís en algún paraíso desconocido y fascinante. Fue la época de “Pueblo Blanco” tal vez mi canción preferida, de “extraviar los calzoncillos” y salir con “la compra” acompañada de él con “el periódico” a conocer las casitas blancas de mi querida ciudad.
Esto que escribo sólo puede entenderlo quien se haya enamorado de Serrat, los que no “tuvieron el gusto de conocerlo” no podrán entenderlo.

Y aparece el diablo…
Él aparece en mis treinta y pico, nadie comprendía qué era lo que quería decir, yo identificaba cada frase suya conmigo, miraba a mi alrededor pensando cómo es que no se dan cuenta que estamos ante un futuro Quevedo que será admirado por las futuras generaciones.
“Y nos dieron y… la una y las dos…”, y yo seguía escuchándolo. Dentro mío había varias mujeres que descubría cada vez, hasta poder llegar a ser hasta la Magdalena, guardando yo también no “grasa en la guantera” pero sí miles de subterfugios adecuados para mi nueva situación, en la que estos amores paralelos me hacían temblar no pudiendo soportar las “escenas del sofá” ni el “columpio en el jardín”, sólo deseando “morirme contigo si me matas y matarme contigo si te mueres”
Mi marido tiene una visión más paternalista, es el consejero de esa muchacha que se dedica a prácticas non sanctas, es el Yira Yira del Norte “ cuando estén secas las pilas de todos los timbres que vos apretás”, cuando desesperadamente busqués “el pecho fraterno donde morir abrazada”. Lo mismo dice Serrat “por más que te remoces perderás el zapato antes que den las doce”. Estamos ante un magistral letrista de tango, el Discépolo español. “Cuando manyés que a tu lado se prueban las pilchas que vas a dejar” es el “encerrada en tu burdel y sin nada que ponerte”.
Mi amante la ensalza, habla de “su corazón tan cinco estrellas”, de la soledad que puede llenarse buscando en los brazos de “la más señora de todas las putas, la más puta de todas las señoras”. Cuántos hombres sin esa mano amiga, sin la contención de una pareja, vivan en ese rato de amor prestado, una bella historia de amor sin pasado y sin futuro, en un presente en el que “ya no juegas a las damas ni con tu mujer”. Ahí esas prácticas non sanctas tienen el raro sortilegio de la ensoñación misma que se nos hace carne en esas “caderas de leche y miel”. Digamos que esa “Cenicienta de porcelana” ha podido superar los obstáculos de esa vida de placeres convirtiéndose en una reina de la prostitución, pensando que hagas lo que hagas si lo hacés bien, seguís siendo la Señora que vende o regala sexo también para proporcionarles a los que necesiten lo que están buscando. Una samaritana del sexo. Sabina defiende a sus marginales, sabe que la vida no es toda redondita, ni lineal, se sube y se baja, se gana y se pierde.
Ahora están juntos rodando por el mundo, trayéndonos la poesía, la alegría y el desamparo, el amor y el dolor tan juntos como sólo pueden estarlo ellos, con esa humildad que solamente poseen los grandes de verdad, como dos trovadores que trasladan sus experiencias de vida, recreando las fantasías, inventándonos algunas nuevas, llorando por los amores perdidos y festejando los diecinueve días de esas quinientas noches eternas.
Y los amo como ayer, los descubro maliciosamente juntos con esa complicidad de saborear esta madurez de la vida de ellos y mía, penando por esas carnes firmes que ya no están , pero sólo ellos saben que sigo siendo “Lucía”, “Penélope”, “Magdalena”, “Irene” y su esposa y amante más fiel.
A vuestros pies caballeros y “pa’ lo que gusten mandar’.

Lili Frezza

Mis amores en música

Dando vuelta de página, un regalo para los sentidos


Una canción de una gran cantante para una gran mujer

TU ME QUIERES BLANCA

Tú me quieres alba,
Me quieres de espumas,
Me quieres de nácar.
Que sea azucena
Sobre todas, casta.
De perfume tenue.
Corola cerrada

Ni un rayo de luna
Filtrado me haya.
Ni una margarita
Se diga mi hermana.
Tú me quieres nívea,
Tú me quieres blanca,
Tú me quieres alba.

Tú que hubiste todas
Las copas a mano,
De frutos y mieles
Los labios morados.
Tú que en el banquete
Cubierto de pámpanos
Dejaste las carnes
Festejando a Baco.
Tú que en los jardines
Negros del Engaño
Vestido de rojo
Corriste al Estrago.

Tú que el esqueleto
Conservas intacto
No sé todavía
Por cuáles milagros,
Me pretendes blanca
(Dios te lo perdone),
Me pretendes casta
(Dios te lo perdone),
¡Me pretendes alba!

Huye hacia los bosques,
Vete a la montaña;
Límpiate la boca;
Vive en las cabañas;
Toca con las manos
La tierra mojada;
Alimenta el cuerpo
Con raíz amarga;
Bebe de las rocas;
Duerme sobre escarcha;
Renueva tejidos
Con salitre y agua;
Habla con los pájaros
Y lévate al alba.
Y cuando las carnes
Te sean tornadas,
Y cuando hayas puesto
En ellas el alma
Que por las alcobas
Se quedó enredada,
Entonces, buen hombre,
Preténdeme blanca,
Preténdeme nívea,
Preténdeme casta.

Y ahora, las mujeres argentinas








Alfonsina Storni

Alfonsina Storni (1892-1938), esta escritora argentina nació en Suiza en 1892, en la región de habla italiana. Vivió en Rosario, estudió Magisterio en la Escuela Normal y fue profesora de arte dramático, hizo alguna incursión en el teatro, pero lo más conocido de su obra son sus libros de poemas.

Comenzó su carrera literaria en 1916 con La inquietud del rosal, que recoge las sugestiones intimistas y sentimentales de un post-romanticismo, y publicó El dulce daño (1918), Irremediablemente (1919) y Languidez (1920).

Después realizó viajes a Europa, en 1930 y 1934, que influenciaron en su obra, se sumó a este cambio, su azarosa vida amorosa y su lucha por el papel de la mujer en la sociedad de la época, además de manejar el tema de la sinceridad erótica. Publicó en esta etapa Mundo de siete pozos (1934) y Mascarilla y trébol (1938). Escribe con menos cánones, y con expresión libre y desprejuiciada.

Se suicidó en 1938 en Mar del Plata, sintiendo la impotencia ante el dolor producido por el cáncer. La noche anterior a que se internara en el mar desde la playa La Perla, escribió un poema, que envió al diario argentino La nación, y que fue publicado con su necrológica: “Voy a dormi”, y que se cree estaba dirigida a su hijo.

domingo, 22 de febrero de 2009

Y Borges no podía faltar

Nació en Buenos Aires (Argentina) el 24 de agosto de 1899, siendo llamado Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo. Era hijo de Jorge Guillermo Borges, abogado y profesor de psicología, y de la traductora de inglés Leonor Acevedo Suárez.

Jorge Luis Borges
Aprendió simultáneamente a hablar castellano e inglés, lo que le permitió traducir a Oscar Wilde, a la precoz edad de diez años.

Se inició en sus primeras letras en Argentina y continuó sus estudios en Suiza. Vivió temporalmente en España, donde se relacionó con escritores ultraístas (movimiento literario que propugnaba la ruptura con el pasado, y la expresión con abundancia de metáforas). Regresó a Argentina en 1921, participando en la fundación de varias publicaciones literarias y filosóficas, como”Prisma” (1921-1922); “Proa” (1922-1926) y “Martín Fierro.”

A pesar de haberse educado en Europa, trató temas propios de su país natal, en poemarios como “Fervor de Buenos Aires” (1923); “Luna de enfrente” (1925) y “Cuaderno de San Martín” (1929). Además compuso letras de tangos y milongas.

Su obra, que incluye poesía, ensayo y narrativa, es de alto contenido metafísico, fantástico y subjetivo. No es de fácil comprensión para el lector, ya que sus escritos reflejan, según el propio Borges, “su propia confusión y el respetado sistema de confusiones que llamamos filosofía, en forma de literatura”. En sus letras, se mezcla la realidad con la fantasía, teniendo como protagonistas principales a soldados, gauchos y figuras históricas. Su poesía, caracterizada por una sobrevaloración de la metáfora se expresa en “Discusión” (1932); “Poemas (1943); “Ficciones” (1944) y “El Aleph” (1949).

En cuanto a sus ideas políticas, se opuso al peronismo, al que calificó de dictatorial, lo que determinó que debiera abandonar su cargo en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, en el que se desempeñó entre 1938 y 1947.

En 1950, es elegido presidente de la SADE, y un año después edita en México, en coautoría con Delia Ingenieros, “Antiguas Literaturas Germánicas”.

Alejado Perón del poder, pudo ocupar en 1955, el cargo de Director de la Biblioteca Nacional hasta 1973.

Jorge Luis Borges

A partir de 1955 fue profesor de Literatura Inglesa en la Universidad de Buenos Aires, abandonando en esa época paulatinamente la poesía para escribir afamados cuentos.
De esta época datan “El hacedor” (1960), “El informe de Brodie” (1970), “El oro de los tigres” (1972), “El libro de arena” (1975) y “Libro de sueños” (1976).

A pesar de que nunca recibió el Premio Nobel de Literatura, obtuvo importantes distinciones como el Premio Nacional de Literatura en 1957, el Internacional de Editores en 1961, el Formentor, que compartió con Samuel Beckett en 1969, el Cervantes, que le fuera otorgado junto a Gerardo Diego en 1979 y el Balzán en 1980. El gobierno español lo condecoró , en 1983, con la Gran Cruz de la Orden de Alfonso X, el Sabio.

Condenó severamente los horrores cometidos durante la dictadura militar, apoyando a las Abuelas y Madres de Plaza de Mayo, al firmar, en 1980, una solicitada en el diario “Clarín”, por los desaparecidos. Se opuso a la Guerra de Malvinas, a la que consideró un intento de los militares para perpetuarse en el poder.

Murió en Ginebra (Suiza), el 14 de junio de 1986, a causa de cáncer hepático. Estaba acompañado de su segunda esposa, María Kodama, con quien contrajo enlace casi en su lecho de muerte. Fue un símbolo de gratitud por haberlo cuidado en sus últimos años, en los que no podía valerse por sí mismo a causa de sus problemas generales de salud sumados a una ceguera progresiva que lo afectó desde su juventud.

ANTES, DESPUÉS...

Como los juegos al llanto
como la sombra a la columna
el perfume dibuja el jazmín
el amante precede al amor
como la caricia a la mano
el amor sobrevive al amante
pero inevitablemente
aunque no haya huella ni presagio

aunque no haya huella ni presagio
como la caricia a la mano
el perfume dibuja el jazmín
el amante precede el amor
pero inevitablemente
el amor sobrevive al amante
como los juegos al llanto
como la sombra a la columna

como la caricia a la mano
aunque no haya huella ni presagio
el amante precede al amor
el perfume dibuja el jazmín
como los juegos al llanto
como la sombra a la columna
el amor sobrevive al amante
pero inevitablemente...

Biografía de Julio Cortázar


Julio Cortázar nació en Bruselas el 26 de agosto de 1914, de padres argentinos. Llegó a Argentina a los cuatro años de edad. Pasó la infancia en Bánfield, un suburbio de Buenos Aires. En 1932 se graduó como maestro de escuela e inició estudios en la Universidad de Buenos Aires los que debió abandonar por razones económicas. Enseñó literatura francesa en la Universidad de Cuyo, Mendoza y renunció a su cargo por desacuerdos con el gobierno. En 1951 se trasladó a París donde trabajó como traductor independiente. En 1938 publicó, con el seudónimo Julio Denis, el libro de sonetos Presencia.

En 1949 aparece su obra dramática Los reyes. Dos años después, en 1951, publica Bestiario. A partir de los años sesenta se difunden los textos que le dieron renombre internacional, las novelas: Los premios (1960), Rayuela (1963), 62/ Modelo para armar (1968) y Libro de Manuel (1973). Otros libros que incluyen relatos, cuentos y géneros híbridos (ensayos, crónicas, cuentos, mini-ficciones y textos humorísticos) son: Final de juego (1956), Las armas secretas (1959), Historias de cronopios y famas (1962), Todos los fuegos el fuego (1966), La vuelta al día en ochenta mundos (1967), Último round (1968), Octaedro (1974), Alguien que anda por ahí (1977), Un tal Lucas (1979), Queremos tanto a Glenda (1980), Deshoras (1982). En 1984 recibió de manos de Ernesto Cardenal (poeta y entonces Ministro de Cultura de Nicaragua) la "Orden de la Independencia Cultural Rubén Darío". Murió en París el 12 de febrero de 1984. Ese año en México se publicó el poemario Salvo el crepúsculo. A partir de 1986 han visto la luz las obras completas de Cortázar, incluso aquellas que habían permanecido inéditas. Su obra es un homenaje a la fantasía, el humor, la imaginación creadora y el manejo magistral del lenguaje.

Julio Cortázar




La salud de los enfermos

Cuando inesperadamente tía Clelia se sintió mal, en la familia hubo un momento de pánico y por varias horas nadie fue capaz de reaccionar y discutir un plan de acción, ni siquiera tío Roque que encontraba siempre la salida más atinada. A Carlos lo llamaron por teléfono a la oficina, Rosa y Pepa despidieron a los alumnos de piano y solfeo, y hasta tía Clelia se preocupó más por mamá que por ella misma. Estaba segura de que lo que sentía no era grave, pero a mamá no se le podían dar noticias inquietantes con su presión y su azúcar, de sobra sabían todos que el doctor Bonifaz había sido el primero en comprender y aprobar que le ocultaran a mamá lo de Alejandro. Si tía Clelia tenía que guardar cama era necesario encontrar alguna manera de que mamá no sospechara que estaba enferma, pero ya lo de Alejandro se había vuelto tan difícil y ahora se agregaba esto; la menor equivocación, y acabaría por saber la verdad. Aunque la casa era grande, había que tener en cuenta el oído tan afinado de mamá y su inquietante capacidad para adivinar dónde estaba cada uno. Pepa, que había llamado al doctor Bonifaz desde el teléfono de arriba, avisó a sus hermanos que el médico vendría lo antes posible y que dejaran entornada la puerta cancel para que entrase sin llamar. Mientras Rosa y tío Roque atendían a tía Clelia que había tenido dos desmayos y se quejaba de un insoportable dolor de cabeza, Carlos se quedó con mamá para contarle las novedades del conflicto diplomático con el Brasil y leerle las últimas noticias. Mamá estaba de buen humor esa tarde y no le dolía la cintura como casi siempre a la hora de la siesta. A todos les fue preguntando qué les pasaba que parecían tan nerviosos, y en la casa se habló de la baja presión y de los efectos nefastos de los mejoradores en el pan. A la hora del té vino tío Roque a charlar con mamá, y Carlos pudo darse un baño y quedarse a la espera del médico. Tía Clelia seguía mejor, pero le costaba moverse en la cama y ya casi no se interesaba por lo que tanto la había preocupado al salir del primer vahído. Pepa y Rosa se turnaron junto a ella, ofreciéndole té y agua sin que les contestara; la casa se apaciguó con el atardecer y los hermanos se dijeron que tal vez lo de tía Clelia no era grave, y que a la tarde siguiente volvería a entrar en el dormitorio de mamá como si no le hubiese pasado nada.
Con Alejandro las cosas habían sido mucho peores, porque Alejandro se había matado en un accidente de auto a poco de llegar a Montevideo donde lo esperaban en casa de un ingeniero amigo. Ya hacía casi un año de eso, pero siempre seguía siendo el primer día para los hermanos y los tíos, para todos menos para mamá ya que para mamá Alejandro estaba en el Brasil donde una firma de Recife le había encargado la instalación de una fábrica de cemento. La idea de preparar a mamá, de insinuarle que Alejandro había tenido un accidente y que estaba levemente herido, no se les había ocurrido siquiera después de las prevenciones del doctor Bonifaz. Hasta María Laura, más allá de toda comprensión en esas primeras horas, había admitido que no era posible darle la noticia a mamá. Carlos y el padre de María Laura viajaron al Uruguay para traer el cuerpo de Alejandro, mientras la familia cuidaba como siempre de mamá que ese día estaba dolorida y difícil. El club de ingeniería aceptó que el velorio se hiciera en su sede y Pepa, la más ocupada con mamá, ni siquiera alcanzó a ver el ataúd de Alejandro mientras los otros se turnaban de hora en hora y acompañaban a la pobre María Laura perdida en un horror sin lágrimas. Como casi siempre, a tío Roque le tocó pensar. Habló de madrugada con Carlos, que lloraba silenciosamente a su hermano con la cabeza apoyada en la carpeta verde de la mesa del comedor donde tantas veces habían jugado a las cartas. Después se les agregó tía Clelia, porque mamá dormía toda la noche y no había que preocuparse por ella. Con el acuerdo tácito de Rosa y de Pepa, decidieron las primeras medidas, empezando por el secuestro de La Nación -a veces mamá se animaba a leer el diario unos minutos- y todos estuvieron de acuerdo con lo que había pensado el tío Roque. Fue así como una empresa brasileña contrató a Alejandro para que pasara un año en Recife, y Alejandro tuvo que renunciar en pocas horas a sus breves vacaciones en casa del ingeniero amigo, hacer su valija y saltar al primer avión. Mamá tenía que comprender que eran nuevos tiempos, que los industriales no entendían de sentimientos, pero Alejandro ya encontraría la manera de tomarse una semana de vacaciones a mitad de año y bajar a Buenos Aires. A mamá le pareció muy bien todo eso, aunque lloró un poco y hubo que darle a respirar sus sales. Carlos, que sabía hacerla reír, le dijo que era una vergüenza que llorara por el primer éxito del benjamín de la familia, y que a Alejandro no le hubiera gustado enterarse de que recibían así la noticia de su contrato. Entonces mamá se tranquilizó y dijo que bebería un dedo de málaga a la salud de Alejandro. Carlos salió bruscamente a buscar el vino, pero fue Rosa quien lo trajo y quien brindó con mamá.
La vida de mamá era bien penosa, y aunque poco se quejaba había que hacer todo lo posible por acompañarla y distraerla. Cuando al día siguiente del entierro de Alejandro se extrañó de que María Laura no hubiese venido a visitarla como todos los jueves, Pepa fue por la tarde a casa de los Novalli para hablar con María Laura. A esa hora tío Roque estaba en el estudio de un abogado amigo, explicándole la situación; el abogado prometió escribir inmediatamente a su hermano que trabajaba en Recife (las ciudades no se elegían al azar en casa de mamá) y organizar lo de la correspondencia. El doctor Bonifaz ya había visitado como por casualidad a mamá, y después de examinarle la vista la encontró bastante mejor pero le pidió que por unos días se abstuviera de leer los diarios. Tía Clelia se encargó de comentarle las noticias más interesantes; por suerte a mamá no le gustaban los noticieros radiales porque eran vulgares y a cada rato había avisos de remedios nada seguros que la gente tomaba contra viento y marea y así les iba.
María Laura vino el viernes por la tarde y habló de lo mucho que tenía que estudiar para los exámenes de arquitectura.
-Sí, mi hijita -dijo mamá, mirándola con afecto-. Tenés los ojos colorados de leer, y eso es malo. Ponete unas compresas con hamamelis, que es lo mejor que hay.
Rosa y Pepa estaban ahí para intervenir a cada momento en la conversación, y María Laura pudo resistir y hasta sonrió cuando mamá se puso a hablar de ese pícaro de novio que se iba tan lejos y casi sin avisar. La juventud moderna era así, el mundo se había vuelto loco y todos andaban apurados y sin tiempo para nada. Después mamá se perdió en las ya sabidas anécdotas de padres y abuelos, y vino el café y después entró Carlos con bromas y cuentos, y en algún momento tío Roque se paró en la puerta del dormitorio y los miró con su aire bonachón, y todo pasó como tenía que pasar hasta la hora del descanso de mamá.
La familia se fue habituando, a María Laura le costó más pero en cambio sólo tenía que ver a mamá los jueves; un día llegó la primera carta de Alejandro (mamá se había extrañado ya dos veces de su silencio) y Carlos se la leyó al pie de la cama. A Alejandro le había encantado Recife, hablaba del puerto, de los vendedores de papagayos y del sabor de los refrescos, a la familia se le hacía agua la boca cuando se enteraba de que los ananás no costaban nada, y que el café era de verdad y con una fragancia... Mamá pidió que le mostraran el sobre, y dijo que habría que darle la estampilla al chico de los Marolda que era filatelista, aunque a ella no le gustaba nada que los chicos anduvieran con las estampillas porque después no se lavaban las manos y las estampillas habían rodado por todo el mundo.
-Les pasan la lengua para pegarlas - decía siempre mamá- y los microbios quedan ahí y se incuban, es sabido. Pero dásela lo mismo, total ya tiene tantas que una más...
Al otro día mamá llamó a Rosa y le dictó una carta para Alejandro, preguntándole cuándo iba a poder tomarse vacaciones y si el viaje no le costaría demasiado. Le explicó cómo se sentía y le habló del ascenso que acababan de darle a Carlos y del premio que había sacado uno de los alumnos de piano de Pepa. También le dijo que María Laura la visitaba sin faltar ni un solo jueves, pero que estudiaba demasiado y que eso era malo para la vista. Cuando la carta estuvo escrita, mamá la firmó al pie con un lápiz, y besó suavemente el papel. Pepa se levantó con el pretexto de ir a buscar un sobre, y tía Clelia vino con las pastillas de las cinco y unas flores para el jarrón de la cómoda.
Nada era fácil, porque en esa época la presión de mamá subió todavía más y la familia llegó a preguntarse si no habría alguna influencia inconsciente, algo que desbordaba del comportamiento de todos ellos, una inquietud y un desánimo que hacían daño a mamá a pesar de las precauciones y la falsa alegría. Pero no podía ser, porque a fuerza de fingir las risas todos habían acabado por reírse de veras con mamá, y a veces se hacían bromas y se tiraban manotazos aunque no estuvieran con ella, y después se miraban como si se despertaran bruscamente, y Pepa se ponía muy colorada y Carlos encendía un cigarrillo con la cabeza gacha. Lo único importante en el fondo era que pasara el tiempo y que mamá no se diese cuenta de nada. Tío Roque había hablado con el doctor Bonifaz, y todos estaban de acuerdo en que había que continuar indefinidamente la comedia piadosa, como la calificaba tía Clelia. El único problema eran las visitas de María Laura porque mamá insistía naturalmente en hablar de Alejandro, quería saber si se casarían apenas él volviera de Recife o si ese loco de hijo iba a aceptar otro contrato lejos y por tanto tiempo. No quedaba más remedio que entrar a cada momento en el dormitorio y distraer a mamá, quitarle a María Laura que se mantenía muy quieta en su silla, con las manos apretadas hasta hacerse daño, pero un día mamá le preguntó a tía Clelia por qué todos se precipitaban en esa forma cuando María Laura venía a verla, como si fuera la única ocasión que tenían de estar con ella. Tía Clelia se echó a reír y le dijo que todos veían un poco a Alejandro en María Laura, y que por eso les gustaba estar con ella cuando venía.
-Tenés razón, María Laura es tan buena -dijo mamá-. El bandido de mi hijo no se la merece, creeme.
-Mirá quién habla -dijo tía Clelia-. Si se te cae la baba cuando nombrás a tu hijo.
Mamá también se puso a reír, y se acordó de que en esos días iba a llegar carta de Alejandro. La carta llegó y tío Roque la trajo junto con el té de las cinco. Esa vez mamá quiso leer la carta y pidió sus anteojos de ver cerca. Leyó aplicadamente, como si cada frase fuera un bocado que había que dar vueltas y vueltas paladeándolo.
-Los muchachos de ahora no tienen respeto -dijo sin darle demasiada importancia-. Está bien que en mi tiempo no se usaban esas máquinas, pero yo no me hubiera atrevido jamás a escribir así a mi padre, ni vos tampoco.
-Claro que no -dijo tío Roque-. Con el genio que tenía el viejo.
-A vos no se te cae nunca eso del viejo, Roque. Sabés que no me gusta oírtelo decir, pero te da igual. Acordate cómo se ponía mamá.
-Bueno, está bien. Lo de viejo es una manera de decir, no tiene nada que ver con el respeto.
-Es muy raro -dijo mamá, quitándose los anteojos y mirando las molduras del cielo raso-. Ya van cinco o seis cartas de Alejandro, y en ninguna me llama... Ah, pero es un secreto entre los dos. Es raro, sabés. ¿Por qué no me ha llamado así ni una sola vez?
-A lo mejor al muchacho le parece tonto escribírtelo. Una cosa es que te diga... ¿cómo te dice?...
-Es un secreto -dijo mamá-. Un secreto entre mi hijito y yo.
Ni Pepa ni Rosa sabían de ese nombre, y Carlos se encogió de hombros cuando le preguntaron.
-¿Qué querés, tío? Lo más que puedo hacer es falsificarle la firma. Yo creo que mamá se va a olvidar de eso, no te lo tomés tan a pecho.
A los cuatro o cinco meses, después de una carta de Alejandro en la que explicaba lo mucho que tenía que hacer (aunque estaba contento porque era una gran oportunidad para un ingeniero joven), mamá insistió en que ya era tiempo de que se tomara unas vacaciones y bajara a Buenos Aires. A Rosa, que escribía la respuesta de mamá, le pareció que dictaba más lentamente, como si hubiera estado pensando mucho cada frase.
-Vaya a saber si el pobre podrá venir -comentó Rosa como al descuido-. Sería una lástima que se malquiste con la empresa justamente ahora que le va tan bien y está tan contento.
Mamá siguió dictando como si no hubiera oído. Su salud dejaba mucho que desear y le hubiera gustado ver a Alejandro, aunque sólo fuese por unos días. Alejandro tenía que pensar también en María Laura, no porque ella creyese que descuidaba a su novia, pero un cariño no vive de palabras bonitas y promesas a la distancia. En fin, esperaba que Alejandro le escribiera pronto con buenas noticias. Rosa se fijó que mamá no besaba el papel después de firmar, pero que miraba fijamente la carta como si quisiera grabársela en la memoria. "Pobre Alejandro", pensó Rosa, y después se santiguó bruscamente sin que mamá la viera.
-Mirá -le dijo tío Roque a Carlos cuando esa noche se quedaron solos para su partida de dominó-, yo creo que esto se va a poner feo. Habrá que inventar alguna cosa plausible, o al final se dará cuenta.
-Qué sé yo, tío. Lo mejor será que Alejandro conteste de una manera que la deje contenta por un tiempo más. La pobre está tan delicada, no se puede ni pensar en...
-Nadie habló de eso, muchacho. Pero yo te digo que tu madre es de las que no aflojan. Está en la familia, che.
Mamá leyó sin hacer comentarios la respuesta evasiva de Alejandro, que trataría de conseguir vacaciones apenas entregara el primer sector instalado de la fábrica. Cuando esa tarde llegó María Laura, le pidió que intercediera para que Alejandro viniese aunque no fuera más que una semana a Buenos Aires. María Laura le dijo después a Rosa que mamá se lo había pedido en el único momento en que nadie más podía escucharla. Tío Roque fue el primero en sugerir lo que todos habían pensado ya tantas veces sin animarse a decirlo por lo claro, y cuando mamá le dictó a Rosa otra carta para Alejandro, insistiendo en que viniera, se decidió que no quedaba más remedio que hacer la tentativa y ver si mamá estaba en condiciones de recibir una primera noticia desagradable. Carlos consultó al doctor Bonifaz, que aconsejó prudencia y unas gotas. Dejaron pasar el tiempo necesario, y una tarde tío Roque vino a sentarse a los pies de la cama de mamá, mientras Rosa cebaba un mate y miraba por la ventana del balcón, al lado de la cómoda de los remedios.
-Fijate que ahora empiezo a entender un poco por qué este diablo de sobrino no se decide a venir a vernos -dijo tío Roque-. Lo que pasa es que no te ha querido afligir, sabiendo que todavía no estás bien.
Mamá lo miró como si no comprendiera.
-Hoy telefonearon los Novalli, parece que María Laura recibió noticias de Alejandro. Está bien, pero no va a poder viajar por unos meses.
-¿Por qué no va a poder viajar? -preguntó mamá.
-Porque tiene algo en un pie, parece. En el tobillo, creo. Hay que preguntarle a María Laura para que diga lo que pasa. El viejo Novalli habló de una fractura o algo así.
-¿Fractura de tobillo? -dijo mamá.
Antes de que tío Roque pudiera contestar, ya Rosa estaba con el frasco de sales. El doctor Bonifaz vino en seguida, y todo pasó en unas horas, pero fueron horas largas y el doctor Bonifaz no se separó de la familia hasta entrada la noche. Recién dos días después mamá se sintió lo bastante repuesta como para pedirle a Pepa que le escribiera a Alejandro. Cuando Pepa, que no había entendido bien, vino como siempre con el block y la lapicera, mamá cerró los ojos y negó con la cabeza.
-Escribile vos, nomás. Decile que se cuide.
Pepa obedeció, sin saber por qué escribía una frase tras otra puesto que mamá no iba a leer la carta. Esa noche le dijo a Carlos que todo el tiempo, mientras escribía al lado de la cama de mamá, había tenido la absoluta seguridad de que mamá no iba a leer ni a firmar esa carta. Seguía con los ojos cerrados y no los abrió hasta la hora de la tisana; parecía haberse olvidado, estar pensando en otras cosas.
Alejandro contestó con el tono más natural del mundo, explicando que no había querido contar lo de la fractura para no afligirla. Al principio se habían equivocado y le habían puesto un yeso que hubo de cambiar, pero ya estaba mejor y en unas semanas podría empezar a caminar. En total tenía para unos dos meses, aunque lo malo era que su trabajo se había retrasado una barbaridad en el peor momento, y...
Carlos, que leía la carta en voz alta, tuvo la impresión de que mamá no lo escuchaba como otras veces. De cuando en cuando miraba el reloj, lo que en ella era signo de impaciencia. A las siete Rosa tenía que traerle el caldo con las gotas del doctor Bonifaz, y eran las siete y cinco.
-Bueno -dijo Carlos, doblando la carta-. Ya ves que todo va bien, al pibe no le ha pasado nada serio.
-Claro -dijo mamá-. Mirá, decile a Rosa que se apure, querés.
A María Laura, mamá le escuchó atentamente las explicaciones sobre la fractura de Alejandro, y hasta le dijo que le recomendara unas fricciones que tanto bien le habían hecho a su padre cuando la caída del caballo en Matanzas. Casi en seguida, como si formara parte de la misma frase, preguntó si no le podían dar unas gotas de agua de azahar, que siempre le aclaraban la cabeza.
La primera en hablar fue María Laura, esa misma tarde. Se lo dijo a Rosa en la sala, antes de irse, y Rosa se quedó mirándola como si no pudiera creer lo que había oído.
-Por favor -dijo Rosa-. ¿Cómo podés imaginarte una cosa así?
-No me la imagino, es la verdad -dijo María Laura-. Y yo no vuelvo más, Rosa, pídanme lo que quieran, pero yo no vuelvo a entrar en esa pieza.
En el fondo a nadie le pareció demasiado absurda la fantasía de María Laura, pero tía Clelia resumió el sentimiento de todos cuando dijo que en una casa como la de ellos un deber era un deber. A Rosa le tocó ir a lo de los Novalli, pero María Laura tuvo un ataque de llanto tan histérico que no quedó más remedio que acatar su decisión; Pepa y Rosa empezaron esa misma tarde a hacer comentarios sobre lo mucho que tenía que estudiar la pobre chica y lo cansada que estaba. Mamá no dijo nada, y cuando llegó el jueves no preguntó por María Laura. Ese jueves se cumplían diez meses de la partida de Alejandro al Brasil. La empresa estaba tan satisfecha de sus servicios, que unas semanas después le propusieron una renovación del contrato por otro año, siempre que aceptara irse de inmediato a Belén para instalar otra fábrica. A tío Roque le parecía eso formidable, un gran triunfo para un muchacho de tan pocos años.
-Alejandro fue siempre el más inteligente -dijo mamá-. Así como Carlos es el más tesonero.
-Tenés razón -dijo tío Roque, preguntándose de pronto qué mosca le habría picado aquel día a María Laura-. La verdad es que te han salido unos hijos que valen la pena, hermana.
-Oh, sí, no me puedo quejar. A su padre le hubiera gustado verlos ya grandes. Las chicas, tan buenas, y el pobre Carlos, tan de su casa.
-Y Alejandro, con tanto porvenir.
-Ah, sí -dijo mamá.
-Fijate nomás en ese nuevo contrato que le ofrecen...En fin, cuando estés con ánimo le contestarás a tu hijo; debe andar con la cola entre las piernas pensando que la noticia de la renovación no te va a gustar.
-Ah, sí -repitió mamá, mirando al cielo raso-. Decile a Pepa que le escriba, ella ya sabe.
Pepa escribió, sin estar muy segura de lo que debía decirle a Alejandro, pero convencida de que siempre era mejor tener un texto completo para evitar contradicciones en las respuestas. Alejandro, por su parte, se alegró mucho de que mamá comprendiera la oportunidad que se le presentaba. Lo del tobillo iba muy bien, apenas pudiera pediría vacaciones para venirse a estar con ellos una quincena. Mamá asintió con un leve gesto, y preguntó si ya había llegado La Razón para que Carlos le leyera los telegramas. En la casa todo se había ordenado sin esfuerzo, ahora que parecían haber terminado los sobresaltos y la salud de mamá se mantenía estacionaria. Los hijos se turnaban para acompañarla; tío Roque y tía Clelia entraban y salían en cualquier momento. Carlos le leía el diario a mamá por la noche, y Pepa por la mañana. Rosa y tía Clelia se ocupaban de los medicamentos y los baños; tío Roque tomaba mate en su cuarto dos o tres veces al día. Mamá no estaba nunca sola, no preguntaba nunca por María Laura; cada tres semanas recibía sin comentarios las noticias de Alejandro; le decía a Pepa que contestara y hablaba de otra cosa, siempre inteligente y atenta y alejada.
Fue en esta época cuando tío Roque empezó a leerle las noticias de la tensión con el Brasil. Las primeras las había escrito en los bordes del diario, pero mamá no se preocupaba por la perfección de la lectura y después de unos días tío Roque se acostumbró a inventar en el momento. Al principio acompañaba los inquietantes telegramas con algún comentario sobre los problemas que eso podía traerle a Alejandro y a los demás argentinos en el Brasil, pero como mamá no parecía preocuparse dejó de insistir aunque cada tantos días agravaba un poco la situación. En las cartas de Alejandro se mencionaba la posibilidad de una ruptura de relaciones, aunque el muchacho era el optimista de siempre y estaba convencido de que los cancilleres arreglarían el litigio.
Mamá no hacía comentarios, tal vez porque aún faltaba mucho para que Alejandro pudiera pedir licencia, pero una noche le preguntó bruscamente al doctor Bonifaz si la situación con el Brasil era tan grave como decían los diarios.
-¿Con el Brasil? Bueno, sí, las cosas no andan muy bien -dijo el médico-. Esperemos que el buen sentido de los estadistas...
Mamá lo miraba como sorprendida de que le hubiese respondido sin vacilar. Suspiró levemente, y cambió la conversación. Esa noche estuvo más animada que otras veces, y el doctor Bonifaz se retiró satisfecho. Al otro día se enfermó tía Clelia; los desmayos parecían cosa pasajera, pero el doctor Bonifaz habló con tío Roque y aconsejó que internaran a tía Clelia en un sanatorio. A mamá, que en ese momento escuchaba las noticias del Brasil que le traía Carlos con el diario de la noche, le dijeron que tía Clelia estaba con una jaqueca que no la dejaba moverse de la cama. Tuvieron toda la noche para pensar en lo que harían, pero tío Roque estaba como anonadado después de hablar con el doctor Bonifaz, y a Carlos y a las chicas les tocó decidir. A Rosa se le ocurrió lo de la quinta de Manolita Valle y el aire puro; al segundo día de la jaqueca de tía Clelia, Carlos llevó la conversación con tanta habilidad que fue como si mamá en persona hubiera aconsejado una temporada en la quinta de Manolita que tanto bien le haría a Clelia. Un compañero de oficina de Carlos se ofreció para llevarla en su auto, ya que el tren era fatigoso con esa jaqueca. Tía Clelia fue la primera en querer despedirse de mamá, y entre Carlos y tío Roque la llevaron pasito a paso para que mamá le recomendase que no tomara frío en esos autos de ahora y que se acordara del laxante de frutas cada noche.
-Clelia estaba muy congestionada -le dijo mamá a Pepa por la tarde-. Me hizo mala impresión, sabés.
-Oh, con unos días en la quinta se va a reponer lo más bien. Estaba un poco cansada estos meses; me acuerdo de que Manolita le había dicho que fuera a acompañarla a la quinta.
-¿Sí? Es raro, nunca me lo dijo.
-Por no afligirte, supongo.
-¿Y cuánto tiempo se va a quedar, hijita?
Pepa no sabía, pero ya le preguntarían al doctor Bonifaz que era el que había aconsejado el cambio de aire. Mamá no volvió a hablar del asunto hasta algunos días después (tía Clelia acababa de tener un síncope en el sanatorio, y Rosa se turnaba con tío Roque para acompañarla)
-Me pregunto cuándo va a volver Clelia -dijo mamá.
-Vamos, por una vez que la pobre se decide a dejarte y a cambiar un poco de aire...
-Sí, pero lo que tenía no era nada, dijeron ustedes.
-Claro que no es nada. Ahora se estará quedando por gusto, o por acompañar a Manolita; ya sabés cómo son de amigas.
-Telefoneá a la quinta y averiguá cuándo va a volver -dijo mamá.
Rosa telefoneó a la quinta, y le dijeron que tía Clelia estaba mejor, pero que todavía se sentía un poco débil, de manera que iba a aprovechar para quedarse. El tiempo estaba espléndido en Olavarría.
-No me gusta nada eso -dijo mamá-. Clelia ya tendría que haber vuelto.
-Por favor, mamá, no te preocupés tanto. ¿Por qué no te mejorás vos lo antes posible, y te vas con Clelia y Manolita a tomar sol a la quinta?
-¿Yo? -dijo mamá, mirando a Carlos con algo que se parecía al asombro, al escándalo, al insulto. Carlos se echó a reír para disimular lo que sentía (tía Clelia estaba gravísima, Pepa acababa de telefonear) y la besó en la mejilla como a una niña traviesa.
- Mamita tonta -dijo, tratando de no pensar en nada.
Esa noche mamá durmió mal y desde el amanecer preguntó por Clelia, como si a esa hora se pudieran tener noticias de la quinta (tía Clelia acababa de morir y habían decidido velarla en la funeraria). A las ocho llamaron a la quinta desde e1 teléfono de la sala, para que mamá pudiera escuchar la conversación, y por suerte tía Clelia había pasado bastante buena noche aunque el médico de Manolita aconsejaba que se quedase mientras siguiera el buen tiempo. Carlos estaba muy contento con el cierre de la oficina por inventario y balance, y vino en piyama a tomar mate al pie de la cama de mamá y a darle conversación.
-Mirá -dijo mamá-, yo creo que habría que escribirle a Alejandro que venga a ver a su tía. Siempre fue el preferido de Clelia, y es justo que venga.
-Pero si tía Clelia no tiene nada, mamá. Si Alejandro no ha podido venir a verte a vos, imaginate...
-Allá él -dijo mamá-. Vos escribile y decile que Clelia está enferma y que debería venir a verla.
-¿Pero cuántas veces te vamos a repetir que lo de tía Clelia no es grave?
-Si no es grave, mejor. Pero no te cuesta nada escribirle.
Le escribieron esa misma tarde y le leyeron la carta a mamá. En los días en que debía llegar la respuesta de Alejandro (tía Clelia seguía bien, pero el médico de Manolita insistía en que aprovechara el buen aire de la quinta), la situación diplomática con el Brasil se agravó todavía más y Carlos le dijo a mamá que no sería raro que las cartas de Alejandro se demoraran.
-Parecería a propósito -dijo mamá-. Ya vas a ver que tampoco podrá venir él.
Ninguno de ellos se decidía a leerle la carta de Alejandro. Reunidos en el comedor, miraban al lugar vacío de tía Clelia, se miraban entre ellos, vacilando.
-Es absurdo -dijo Carlos-. Ya estamos tan acostumbrados a esta comedia, que una escena más o menos...
-Entonces llevásela vos -dijo Pepa, mientras se le llenaban los ojos de lágrimas y se los secaba con la servilleta.
-Qué querés, hay algo que no anda. Ahora cada vez que entro en su cuarto estoy como esperando una sorpresa, una trampa, casi.
-La culpa la tiene María Laura -dijo Rosa-. Ella nos metió la idea en la cabeza y ya no podemos actuar con naturalidad. Y para colmo tía Clelia...
-Mirá, ahora que lo decís se me ocurre que convendría hablar con María Laura -dijo tío Roque-. Lo más lógico sería que viniera después de sus exámenes y le diera a tu madre la noticia de que Alejandro no va a poder viajar.
-Pero a vos no te hiela la sangre que mamá no pregunte más por María Laura, aunque Alejandro la nombra en todas sus cartas?
-No se trata de la temperatura de mi sangre -dijo tío Roque-. Las cosas se hacen o no se hacen, y se acabó.
A Rosa le llevó dos horas convencer a María Laura, pero era su mejor amiga y María Laura los quería mucho, hasta a mamá aunque le diera miedo. Hubo que preparar una nueva carta, que María Laura trajo junto con un ramo de flores y las pastillas de mandarina que le gustaban a mamá. Sí, por suerte ya habían terminado los exámenes peores, y podría irse unas semanas a descansar a San Vicente.
-El aire del campo te hará bien -dijo mamá-. En cambio a Clelia... ¿Hoy llamaste a la quinta, Pepa? Ah, sí, recuerdo que me dijiste... Bueno, ya hace tres semanas que se fue Clelia, y mirá vos...
María Laura y Rosa hicieron los comentarios del caso, vino la bandeja del té, y María Laura le leyó a mamá unos párrafos de la carta de Alejandro con la noticia de la internación provisional de todos los técnicos extranjeros, y la gracia que le hacía estar alojado en un espléndido hotel por cuenta del gobierno, a la espera de que los cancilleres arreglaran el conflicto. Mamá no hizo ninguna reflexión, bebió su taza de tilo y se fue adormeciendo. Las muchachas siguieron charlando en la sala, más aliviadas. María Laura estaba por irse cuando se le ocurrió lo del teléfono y se lo dijo a Rosa. A Rosa le parecía que también Carlos había pensado en eso, y más tarde le habló a tío Roque, que se encogió de hombros. Frente a cosas así no quedaba más remedio que hacer un gesto y seguir leyendo el diario. Pero Rosa y Pepa se lo dijeron también a Carlos, que renunció a encontrarle explicación a menos de aceptar lo que nadie quería aceptar.
-Ya veremos -dijo Carlos-. Todavía puede ser que se le ocurra y nos lo pida. En ese caso...
Pero mamá no pidió nunca que le llevaran el teléfono para hablar personalmente con tía Clelia. Cada mañana preguntaba si había noticias de la quinta, y después se volvía a su silencio donde el tiempo parecía contarse por dosis de remedios y tazas de tisana. No le desagradaba que tío Roque viniera con La Razón para leerle las últimas noticias del conflicto con el Brasil, aunque tampoco parecía preocuparse si el diariero llegaba tarde o tío Roque se entretenía más que de costumbre con un problema de ajedrez. Rosa y Pepa llegaron a convencerse de que a mamá la tenía sin cuidado que le leyeran las noticias, o telefonearan a la quinta, o trajeran una carta de Alejandro. Pero no se podía estar seguro porque a veces mamá levantaba la cabeza y las miraba con la mirada profunda de siempre, ni la que no había ningún cambio, ninguna aceptación. La rutina los abarcaba a todos, y para Rosa telefonear a un agujero negro en el extremo del hilo era tan simple y cotidiano como para tío Roque seguir leyendo falsos telegramas sobre un fondo de anuncios de remates o noticias de fútbol, o para Carlos entrar con las anécdotas de su visita a la quinta de Olavarría y los paquetes de frutas que les mandaban Manolita y tía Clelia. Ni siquiera durante los últimos meses de mamá cambiaron las costumbres, aunque poca importancia tuviera ya. El doctor Bonifaz les dijo que por suerte mamá no sufriría nada y que se apagaría sin sentirlo. Pero mamá se mantuvo lúcida hasta el fin, cuando ya los hijos la rodeaban sin poder fingir lo que sentían.
-Qué buenos fueron conmigo -dijo mamá-. Todo ese trabajo que se tomaron. para que no sufriera.
Tío Roque estaba sentado junto a ella y le acarició jovialmente la mano, tratándola de tonta. Pepa y Rosa, fingiendo buscar algo en la cómoda, sabían ya que María Laura había tenido razón; sabían lo que de alguna manera habían sabido siempre.
-Tanto cuidarme... -dijo mamá, y Pepa apretó la mano de Rosa, porque al fin y al cabo esas dos palabras volvían a poner todo en orden, restablecían la larga comedia necesaria. Pero Carlos, a los pies de la cama, miraba a mamá como si supiera que iba a decir algo más.
-Ahora podrán descansar -dijo mamá-. Ya no les daremos más trabajo.
Tío Roque iba a protestar, a decir algo, pero Carlos se le acercó y le apretó violentamente el hombro. Mamá se perdía poco a poco en una modorra, y era mejor no molestarla.
Tres días después del entierro llegó la última carta de Alejandro, donde como siempre preguntaba por la salud de mamá y de tía Clelia. Rosa, que la había recibido, la abrió y empezó a leerla sin pensar, y cuando levantó la vista porque de golpe las lágrimas la cegaban, se dio cuenta de que mientras la leía había estado pensando en cómo habría que darle a Alejandro la noticia de la muerte de mamá.

Cortázar, Julio; Todos los fuegos el fuego, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1994

viernes, 20 de febrero de 2009

La Noche de los Feos Mario Benedetti (1966)

Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos - de la mano o del brazo - tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
"¿que está pasando?", le pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"
"Sí", dijo, todavía mirándome.
"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."
"Sí."
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo."
"¿Algo como qué?"
"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad."
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
"Prométame no tomarme como un chiflado."
"Prometo."
"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"
"No."
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
"Vamos", dijo.
2.
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.

Mario Benedetti

Biografía Mario Benedetti nació en Montevideo el 14 de septiembre de 1920, en Paso de los Toros, Departamento de Tacuarembó, República Oriental del Uruguay. Entre 1938 y 1941 residió casi continuamente en Buenos Aires.
En 1945, de vuelta en Montevideo, integró la redacción del semanario Marcha. En 1949 publicó Esta mañana, su primer libro de cuentos y, un año más tarde, los poemas de Sólo mientras tanto. En 1953 apareció su primer novela, Quien de nosotros....pero fue con el volumen de cuentos Montevideanos, publicado en 1959, que tomó forma la concepción urbana de su obra narrativa. Con La Tregua, que apareció en 1960, Benedetti adquirió trascendencia internacional. La novela tuvo más de un centenar de ediciones, fue traducida a diecinueve idiomas y llevada al teatro, la radio, la televisión y el cine. En 1973 debió abandonar su país por razones políticas. Etapas de sus doce años de exilio fueron la Argentina, Perú, Cuba y España. Su vasta produccion literaría abarca todos los géneros, incluyendo famosas letras de canciones, y suma más de sesenta obras, entre las que se destacan la novela Gracias por el Fuego (1965), el ensayo El escritor latinoamericano y la revolución posible (1974) los cuentos de Con y sin nostalgias (1977) y los poemas de Viento del exilio (1981). En 1987 recibió el Premio Llama de Oro de Amnistía Internacional por su novela Primavera con una esquina rota. Otros libros como, La borra del café (1992), Perplejidades de fin de siglo (Seix Barral, 1993) y El olvido esta lleno de memoria (Seix Barral, 1995). Su obra poética está recogida en Inventario Uno (1950-1985), e Inventario Dos (1986-1991), Cuentos Completos (1994). Su última novela es Andamios y su último libro de poesía "La vida ese paréntesis"

No te salves

No te quedes inmóvil
al borde del camino
no congeles el júbilo
no quieras con desgana
no te salves ahora
ni nunca
no te salves
no te llenes de calma
no reserves del mundo
sólo un rincón tranquilo
no dejes caer los párpados
pesados como juicios
no te quedes sin labios
no te duermas sin sueño
no te pienses sin sangre
no te juzgues sin tiempo

pero si
pese a todo
no puedes evitarlo
y congelas el júbilo
y quieres con desgana
y te salvas ahora
y te llenas de calma
y reservas del mundo
sólo un rincón tranquilo
y dejas caer los párpados
pesados como juicios
y te secas sin labios
y te duermes sin sueño
y te piensas sin sangre
y te juzgas sin tiempo
y te quedas inmóvil
al borde del camino

y te salvas
entonces
no te quedes conmigo.

Mario Benedetti

Un grande, para comenzar

Este poema encierra , de alguna manera una filosofía de vida, es el que desearía se tuviera como premisa en este espacio.